El español en Filipinas: una lengua que se desvanece pero no muere Panorama

En las calles de Manila, entre el bullicio de los jeepneys y los puestos de halo-halo, aún pueden escucharse ecos de un idioma que durante siglos fue sinónimo de poder, cultura y resistencia. Palabras como kumustá (¿cómo está?), mabuti (bien) o salamat (gracias) se cuelan en las conversaciones cotidianas, recordándonos que el español no desapareció por completo de Filipinas, sino que se transformó, se mezcló y, en algunos rincones del archipiélago, resiste contra todo pronóstico.

La historia comienza con una travesía épica que pocos recordarían. En 1564, cuando Miguel López de Legazpi zarpó desde el puerto de Barra de Navidad en México con cinco barcos y 300 hombres, España llevaba décadas intentando establecer una ruta estable hacia Asia. Lo que encontraron fue un archipiélago fracturado en más de 7.000 islas donde se hablaban 180 lenguas distintas. A diferencia de lo ocurrido en América, la conquista fue notoriamente pacífica: Legazpi, un administrador vasco de 60 años que había vendido todas sus posesiones para financiar el viaje, prefirió pactar antes que combatir. Cuando fundó Manila en 1571, lo hizo mediante acuerdos con los rajás locales de Luzón, no mediante conquista militar. Sorprendentemente, la Corona española facilitó este proceso: en 1593, Felipe II ordenó imprimir el primer libro en Asia, el "Doctrina Christiana" en tagalo y español. Aquella decisión, pensada para evangelizar mejor, facilitó la labor misionera, pero condenó al castellano a ser siempre lengua de minorías.

Durante 333 años, Filipinas fue la joya más lejana del imperio español. Gobernada desde México a través del Galeón de Manila -esa ruta comercial que unía Acapulco con Asia durante 250 años- las islas desarrollaron una identidad única. Pero mientras en América el español echó raíces profundas, en Filipinas nunca llegó a ser la lengua mayoritaria. Los misioneros, buscando convertir al cristianismo a la población local, optaron por predicar en tagalo, ilocano y cebuano antes que imponer el castellano que se reservaba para los escribas y la cultura libresca. El resultado fue un archipiélago donde el español se convirtió en lengua de administración y élites, pero no del pueblo.

La guerra que cambió todo

En 1896, inspirados por la revolución cubana, los independentistas filipinos se alzaron en armas. La ejecución del doctor José Rizal, intelectual y héroe nacional, por parte de las autoridades españolas en diciembre de ese año, avivó el fuego de la rebelión. Aunque el acuerdo de Biak-na-Bato en 1897 prometía reformas y el exilio de los líderes insurgentes como Emilio Aguinaldo, la paz fue efímera.

La entrada de Estados Unidos en 1898 marcó el principio del fin. Mientras la flota española era aniquilada en la bahía de Manila el 1 de mayo, Aguinaldo -engañado por promesas de apoyo estadounidense- declaró la independencia el 12 de junio. Pero el Tratado de París en diciembre de ese año entregó Filipinas a Estados Unidos por 20 millones de dólares, ignorando por completo las aspiraciones independentistas filipinas.

Lo que siguió fue una de las guerras más olvidadas de la historia. Mientras el mundo celebraba el nuevo siglo y el imperio español de ultramar caía resquebrajado, miles de soldados españoles -muchos de ellos filipinos leales a España- quedaron abandonados a su suerte. En la iglesia de Baler, 50 soldados resistieron un asedio de 337 días, ignorando que la guerra había terminado. Cuando finalmente se rindieron en junio de 1899, ya eran leyenda: "los últimos de Filipinas".

Pero su historia palidece ante el destino de los 10.000-12.000 prisioneros españoles que quedaron atrás. Olvidados por Sagasta y quien le sucedió, Francisco Silvela en Madrid, muchos pasaron años en cautiverio mientras sus familias en España los daban por muertos. Estados Unidos, por su parte, desató una brutal guerra contra los independentistas filipinos que duraría hasta 1902 y costaría cientos de miles de vidas.

El ocaso de una lengua

Para 1860, cuando España comenzó a promover seriamente el español (demasiado tarde), solo el 2.8% de los filipinos lo hablaba según el censo colonial. La paradoja es que esta élite hispanohablante produjo la generación más brillante de intelectuales del país: José Rizal (que escribió "Noli Me Tangere" en español), Marcelo del Pilar y Graciano López Jaena. Sus obras, esenciales para el nacionalismo filipino, estaban escritas en la lengua del colonizador. Como observa el escritor Miguel Syjuco: "Amamos a Rizal pero no podemos leerlo en su idioma original, como si fuéramos italianos que necesitaran traducción para entender a Dante".

El 12 de junio de 1898, cuando Emilio Aguinaldo declaró la primera y fallida independencia de Filipinas desde el balcón de su casa en Cavite, lo hizo en un español perfecto, casi académico. Aquel discurso, que duró exactamente 22 minutos según las crónicas de la época, contenía 147 palabras tomadas directamente del castellano, incluyendo términos jurídicos como "soberanía", "patrimonio nacional" y "dignidad".

Paradójicamente, fue durante la ocupación estadounidense cuando el español floreció como nunca. Periódicos como "El Renacimiento" y obras de autores como Jesús Balmori mantuvieron viva la llama cultural. En los círculos literarios, nombres como Jesús Balmori, Antonio Abad o Manuel Bernabé elevaban el español filipino a nuevas cotas. Balmori, un mestizo de padre mexicano y madre filipina, ganó tres veces el Premio Zóbel (considerado el Cervantes local) con poemas donde mezclaba el modernismo con imágenes tropicales. Su obra cumbre, "Mi casa de nipa", escrita durante la Segunda Guerra Mundial mientras se escondía de los japoneses, es un extraordinario testimonio en verso de aquella Manila cosmopolita que pronto desaparecería.

Pero quizás el uso más ingenioso del español fue en los tribunales. Abogados como Claro M. Recto (quien luego se haría senador) usaban deliberadamente términos jurídicos en castellano para confundir a los jueces estadounidenses. "Era una resistencia pasiva pero efectiva", explica el jurista Carlos Madrid. "Mientras en las escuelas se imponía el inglés, en los juzgados se mantenía vivo el español como arma legal". Esta dualidad lingüística creó una generación de filipinos que, como el propio Recto, redactaban en inglés pero pensaban en español.

La Segunda Guerra Mundial truncó este florecimiento. Cuando en 1945 las tropas japonesas convirtieron Manila en un infierno durante la batalla por su liberación, no solo mataron a 100.000 civiles: exterminaron a la clase culta hispanohablante que se concentraba en Intramuros y Ermita. Para 1946, con la independencia real, el español ya no era lengua de resistencia, sino un cadáver lingüístico. Sin embargo, como demostrarían las décadas siguientes, algunos cadáveres se niegan a ser enterrados del todo.

Hoy, apenas 4000 filipinos hablan español con fluidez. Pero su legado persiste en el 30% de palabras españolas del tagalo, en platos como el adobo y la longaniza, y especialmente en el chabacano de Zamboanga, donde 700,000 personas hablan un criollo que conserva arcaísmos del siglo XVII.

La historia del español en Filipinas es un eco que se resiste a desaparecer. Como los últimos soldados en Baler, como los versos de Rizal que pocos pueden leer en su idioma original, es testamento de una época en que Filipinas fue, contra viento y marea, parte del mundo hispano. Un mundo que, aunque borrado por la fuerza de los cañones y el paso del tiempo, sigue vivo en los pliegues más íntimos de la cultura filipina.


José Rizal

Los últimos resistentes

En la iglesia de Baler, a 230 kilómetros de Manila, en plena selva, cincuenta soldados españoles -entre ellos dos filipinos leales a España- se atrincheraron sin saber que su imperio ya había caído. Durante 337 días, del 1 de julio de 1898 al 2 de junio de 1899, resistieron ataques, hambre y enfermedades. La película "Los últimos de Filipinas" de 1945 -y su remake de 2016-, mostró el momento dramático cuando el teniente Martín Cerezo, interpretado por un joven Fernando Rey, reconoció en un periódico amarillento la noticia del matrimonio de un amigo: "Esto no puede estar falsificado", murmuró antes de ordenar la rendición.

La realidad fue más cruda que el celuloide. De los cincuenta, solo treinta y tres sobrevivieron. Los filipinos, que habían combatido contra ellos, los vitorearon al salir. Hoy, una calle en el distrito de Sampaloc lleva el nombre del teniente Cerezo, y cada 30 de junio, la embajada española celebra una misa en Baler. Pero esta historia épica oculta una verdad incómoda: mientras estos hombres resistían, entre 10.000 y 12.000 prisioneros españoles y filipinos hispanohablantes languidecían en campos de concentración improvisados, olvidados por una metrópoli humillada.

Resulta irónico que el teniente Saturnino Martín Cerezo, un militar español que defendió hasta el último momento un imperio ya fenecido, tenga hoy más calles con su nombre en Filipinas que muchos próceres locales. En el distrito de Sampaloc, en Manila, una avenida principal lleva su nombre desde 1952. En Baler, donde resistió durante 337 días, no solo hay una calle, sino también una placa conmemorativa financiada por el gobierno municipal. El historiador filipino Ambeth Ocampo explica esta peculiar devoción: "Los filipinos admiran la lealtad, aunque sea hacia el bando equivocado. Cerezo representaba el valor absurdo pero conmovedor de mantenerse fiel a unos principios cuando todo el mundo ha dejado de creer en ellos". Curiosamente, mientras muchos monumentos a héroes independentistas como Bonifacio o Mabini acumulan polvo, el pequeño museo de Baler dedicado a los últimos de Filipinas recibe cada año a miles de estudiantes.

Renacimiento efímero

Lo más paradójico ocurrió después de la derrota. Entre 1900 y 1940, el español vivió su edad de oro en Filipinas. Surgieron periódicos como "El Renacimiento", que en 1908 publicó el famoso editorial Aves de rapiña, denunciando la corrupción estadounidense y que llevó a sus editores a la cárcel. El poeta Jesús Balmori ganaba concursos literarios en México con sonetos escritos en Manila. En los cafés de Intramuros de Manila, los intelectuales debatían en español sobre Marx y José Rizal mientras fuera, los "Thomasites" -maestros estadounidenses- imponían por la fuerza el inglés en las escuelas públicas.

El escritor filipino Nick Joaquín describió este periodo como "el vals de los fantasmas": una élite que bailaba en español mientras el país cambiaba de lengua bajo sus pies. En 1936, el 14% de los filipinos hablaba español. En 1948, tras la masacre de Manila y la independencia real, apenas quedaba el 2%.

Tras la Segunda Guerra Mundial y la independencia en 1946, el país se volcó al inglés como símbolo de modernidad. El español quedó relegado a un rincón casi invisible. En los años 70, Gómez Rivera dirigía el Departamento de Español de la Universidad Adamson, pero con la Constitución de 1987, que eliminó su enseñanza obligatoria, miles de profesores perdieron su trabajo. A pesar de todo, él nunca dejó de enseñar, escribir y pelear por un idioma que, aunque minorizado, sigue siendo parte de la memoria viva de Filipinas.

En 2011, el gobierno filipino aprobó una ley para reintroducir el español en las escuelas. El proyecto fracasó por falta de profesores. Hoy, el Instituto Cervantes de Manila ofrece cursos a 1,200 estudiantes anuales, muchos de ellos abogados que necesitan leer leyes del siglo XIX.

En 2019, durante las excavaciones para un rascacielos en Makati, los obreros encontraron una caja de zinc con periódicos de 1898. Uno, "La Independencia", contenía un editorial anónimo que decía: "Cuando nos quiten el idioma, seguirá vivo en los nombres de las calles, en los gritos de los vendedores, en las oraciones que susurren las abuelas".

Hoy, mientras Filipinas debate si enseñar español en las escuelas (solo el 3% de las universidades lo ofrecen), ese pronóstico se cumple de manera extraña. En el cementerio de Paco, donde está enterrado Rizal, los guías cuentan que algunos visitantes ancianos aún rezan el "Padre Nuestro" en español sin saber bien lo que dicen. Como los últimos ecos de un naufragio lingüístico que nunca terminó de consumarse.

Rastros en el asfalto

Camine hoy por el mercado de Quiapo y escuchará los ecos: "¡Precio fijo, señora!", grita un vendedor de ropa usando la misma fórmula que sus bisabuelos en el siglo XIX. En los puestos de "merienda", las "empanadas" se fríen junto a "chorizos" mientras los clientes piden "tres pesos" de esto o "cinco pesos" de aquello. El español sobrevive en los intersticios del tagalo, como un inquilino que se niega a dejar la casa.

En Zamboanga, el chabacano -esa mezcla de español arcaico y gramática filipina- sigue siendo lengua materna para 700,000 personas. Frases como "No hay quien puede con él" (Nadie puede con él) o "Ya olvidá yo" (Lo olvidé) suenan a español del Siglo de Oro, pero con ritmo asiático. La lingüista María Luisa Young explica: "Es como si el tiempo se hubiera detenido. Conservamos palabras que en España desaparecieron, como 'ansina' por 'así' o 'onde' por 'dónde'". Algo muy parecido a lo que sucedió con el ladino o judeoespañol que se habla en Turquía y parte de los Balcanes. 

Adiós, pero no del todo

En 2018, durante los preparativos para el 120 aniversario de la independencia, el historiador Ambeth Ocampo encontró en el archivo nacional una carta olvidada. Escrita en 1899 por una maestra de Bulacán, decía: "Los americanos nos obligan a enseñar en inglés, pero las niñas siguen rezando en español. Dicen que Dios no entiende otra lengua".

Quizás ahí resida el misterio: tres siglos de historia no desaparecen por decreto. Sobreviven en el "Dios te salve María" que murmuran las vendedoras de sampaguita, en las recetas de adobo que pasan de generación en generación, en los apellidos -Rodríguez, Santos, Reyes, López o González- que llenan las guías telefónicas y las listas de tripulantes de buques por todo el mundo. Como dijo el cineasta filipino Pepe Diokno mientras rodaba un documental sobre el chabacano: "No somos lo que hablamos, pero lo que hablamos lleva dentro lo que fuimos".

Mientras, en el aeropuerto de Zamboanga, el cartel "Bienvenidos" sigue dando la bienvenida a los visitantes. No en español, sino en chabacano. Un guiño perfecto para una historia que nunca terminó del todo.

Vientos de cambio

Sin embargo, el panorama ha empezado a cambiar. En los últimos 15 años, el Instituto Cervantes de Manila ha estado entre los más concurridos del mundo, con cifras que superan los 3.000 alumnos en algunos cursos. La pandemia incluso ayudó a ampliar el acceso a clases a través de la modalidad online.

El interés actual no responde tanto a un rescate de las raíces hispánicas, sino a motivos prácticos: dominar el español puede significar un mejor salario. Con el auge de los call centers orientados al mundo hispano y las oportunidades laborales en el exterior, la lengua de Cervantes vuelve a tener valor.

A eso se suma el fenómeno de la cultura pop latina, las canciones de Shakira, los éxitos de los reguetoneros como Daddy Yankee, las telenovelas mexicanas o las escritoras bestsellers españolas Dolores Redondo o María Oruña. Todo ello ha despertado una nueva conexión con lo hispano. Como dijo el escritor filipino Francisco Sionil José: “los filipinos somos asiáticos que soñamos en español sin saberlo”.

LAS HUELLAS VIVAS DEL ESPAÑOL EN FILIPINAS

El Chabacano: El milagro lingüístico de Zamboanga
En los bulliciosos mercados de Zamboanga, el tiempo parece haberse detenido en el siglo XVII. Aquí, 700,000 personas hablan chabacano, un criollo que es como un fósil lingüístico viviente. Lo extraordinario es cómo se combinan las palabras:

Una estructura gramatical totalmente filipina (sujeto-objeto-verbo: "Yo el pan comí")

Arcaísmos españoles perdidos en la península: "ansina" (así), "onde" (dónde), "mío" (mi)

Préstamos mexicanos del Galeón de Manila: "chongo" (mono, del náhuatl "chango"), "tiangue" (mercado, de "tianguis")

Frases como "Ele ya andá na escuela" (Él fue a la escuela) o "Mi corazón ta sufri" (Mi corazón sufre, muy parecido también al criollo de Cabo Verde) revelan cómo el español se adaptó a la musicalidad filipina. El profesor Edmundo Farolán de la Universidad de Zamboanga explica: "Es como si el español del Siglo de Oro hubiera sido congelado en el tiempo y luego mezclado con especias asiáticas".

El tagalo: Un español camuflado
El filipino promedio usa 3,000 palabras de origen español sin saberlo, según el Instituto de Lenguas Filipinas. Algunas joyas lingüísticas:

Kumustá (¿Cómo está?): La contracción filipina del "¿Cómo está usted?" colonial. Se usa incluso en saludos formales.

Pwede (Puede ser): De "puede", pero con una transformación única. "Pwede ba?" (¿Se puede?) es la frase más útil para cualquier visitante.

Biru (Broma): Viene del español "vivo", pero adquirió un giro irónico. Cuando un filipino dice "Biru lang!" (¡Solo es broma!), está usando un sarcasmo muy hispano.

Otros ejemplos sorprendentes:

Lugar (lugar)."Lugar" en tagalo significa específicamente "asiento"

Kwarta (dinero) . De "cuarta", una antigua moneda

Sugal (juego de azar).De "jugar", pero con connotaciones negativas

La gastronomía: Donde las palabras saben a historia
Los platos filipinos con nombres españoles esconden fusiones inesperadas:

Lechón: Más crujiente que su primo cubano porque se frota con tamarindo y se sirve con salsa de hígado dulce. En Cebú, lo llaman "el mejor cerdo del mundo".

Mechado: Este estofado debe su nombre a la mecha de grasa en su centro, pero lleva salsa de soja, laurel filipino y patatas pequeñas nativas.

Pochero: La versión local del cocido madrileño incluye plátanos macho, garbanzos y una bola de carne con huevo duro dentro llamada "bola-bola".

 Por EZEQUIEL PAZ

Para saber más:

Archivo General de Indias (Sevilla) - Fondos Filipinas:

https://www.cultura.gob.es/cultura/areas/archivos/mc/archivos/agi/portada.html

Defensores de la Lengua Española en Filipinas:

https://defensordelespanolenfilipinas.jimdofree.com/#gsc.tab=0

Instituto Cervantes Manila:

https://manila.cervantes.es/es/default.shtm

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NIPO: 121-21-001-7

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