Rafael Romero "El Gallina", precursor del flamenco en Japón Memoria Gráfica

Sonia Martín Pérez cuenta la historia de Rafael Romero, un cantaor imprescindible en los tablaos más de moda y las fiestas flamencas durante los años cuarenta y cincuenta.

Rafael Romero nació en 1910 en Andújar, Jaén, en el seno de una familia de etnia gitana humilde donde se cantaba, y de pequeño iba cantando por los colmados y las cafeterías para ganar "unas perras", interpretando los cantes de Yllanda y de la Sierra que aprendió. Su voz inconfundible, ruda y aguda a la vez, hicieron de Rafael  El Gallina, -apodo con el que le bautizó su compadre, el Marqués de Portugalete al verle cantar La Gallina Papanata, y que luego se quedó como nombre artístico-, un cantaor imprescindible en los tablaos más de moda y las fiestas flamencas durante los años cuarenta y cincuenta.

Acompañado a la guitarra por el gran Perico el del Lunar, se convirtió en una auténtica figura de referencia para los cantes primitivos, como la debla, la caña y las peteneras, entre otros.

"Él se vino a Madrid a trabajar en los tablaos flamencos", nos cuenta su hijo Ignacio, "en aquella época, tras el fin de la Guerra Civil y la contienda mundial, la gente tenía muchas ganas de juerga, la aristocracia también. Hacían fiestas privadas en Manolo Manzanilla, donde alquilaban salas para fiestas particulares". Estuvo trabajando en Zambra, un famoso tablao que ya no existe y que estaba junto al glamuroso Hotel Ritz, en la madrileña calle Ruiz de Alarcón. Allí conoció a muchos actores de Hollywood, como Ava Gardner, que en los quince años que vivió en Madrid hizo muchas fiestas privadas en su casa, con El Gallina como protagonista, para desgracia de su vecino de arriba, Juan Domingo Perón, -el ex-presidente de Argentina en el exilio-, que con frecuencia llamaba a la policía, quejándose del excesivo ruido. "Se dice que mi padre y Ava Garner tuvieron un romance, pero nada serio", explica Ignacio, además, "mi padre aprovechó que la gente estaba ávida por pasarlo bien y como sabía organizar fiestas privadas muy buenas, le pagaban mucho dinero. Cuando acababa de tocar en Zambra, sobre la una de la madrugada, hacía fiestas privadas en casa de los famosos".

También actuó en el tablao Villarosa en la plaza Santa Ana, donde conoció a su mujer. Con ella tendría tres hijos, y otros dos con una pareja anterior sin estar casados; ambas eran payas. "Hubo un problema muy grande entre las familias, pues los gitanos entonces eran más racistas que los payos incluso. Encima mi abuelo materno era policía", nos cuenta Ignacio.

Los expertos le consideran un auténtico pionero en exportar el flamenco más allá de nuestras fronteras. "En Zambra, cuando tenía 35 años, unos japoneses le vieron, les gustó y le invitaron a Japón. Llevó a bailaoras y cantaoras, y cantó delante del príncipe, fue un boom", recuerda su hijo. Fue uno de los primeros embajadores flamencos en Japón, el primer cantaor que llegó al país nipón como solista y que embrujó a su exigente público. Tuvo audiencias privadas con el príncipe Hirohito y hoy en día, aún existen peñas flamencas que llevan su nombre tanto en el país del sol naciente, como en el nuestro, y algún premio también.

Se le recuerda por haber rescatado y difundido cantes en, como la alboreá, el cante de la madrugá y las viejas tonás perdidas. Se hizo famoso por interpretar La Petenera, un cante que era maldito para los gitanos. Y fue un éxito rotundo, ya que los dos únicos que se atrevieron a cantar esa canción fueron él y Pastora Pavón.

Proyectó el flamenco por medio mundo, participó en la primera antología del cante editada en París en 1954 y cantó en la popular sala Olympia. Llevó su arte a otros lugares ajenos al flamenco, como a escenarios de Nueva York o la Scala de Milán, además de Moscú y el Reino Unido, donde obtuvo mucho éxito. También estuvo en Latinoamérica, en Buenos Aires y México. El popular Antonio El Bailarín le contrató, pero tras una discusión, Rafael le dejó plantado en plena gira. "Antonio le denunció y él le tuvo incluso que pagarle una indemnización", afirma su hijo, que añade: "Mi padre era diferente a todos, era un hombre muy elegante cantando e incluso andando". Cantaba un repertorio popular y grabó varios discos, uno de ellos fue una misa flamenca junto a  cantaores de la talla de Juan Barea, Manuel Vargas. Fue una primera figura junto con Roda Durán y está catalogado como Maestro del Flamenco.


"El Gallina" durante el rodaje de la película Mestizo en 1951

Los entendidos aseguran que fue el alma, junto a Antonio Gades, de la renovación y la vanguardia de este arte durante décadas, y ejerció una gran influencia en otros cantaores relevantes. Y los que le conocieron aseguran que en Londres a Eugenia de Battenberg, cuando cantaba para ella se le saltaban las lágrimas, y que la Duquesa de Alba fue una gran admiradora suya.

Rafael Romero también se dejó tentar por el cine. Participó en varias películas, entre las que destacan: Llanto por un bandido (1964), junto a Paco Rabal, Brindis a Manolete (1948), con Paquita Rico y La Cigarra (1958) junto a Imperio Argentina. Hacía papeles de cantante y bailarín, principalmente. Los historiadores recuerdan que partició en varias ocasiones en las películas del cineasta Carlos Saura, que le rindió una veneración especial.

Su trayectoria le hizo merecedor en 1973 del Premio Nacional de Cante otorgado por la Cátedra de Flamencología y Estudios Folclóricos Andaluces, entre otros muchos homenajes.

Con más de ochenta años estuvo en Japón cantando, pero al verse y sentirse ya viejo, empezó a deprimirse. Pasó los últimos años de su vida en Madrid afligido por una incipiente demencia senil y un cáncer de hígado, frente al que perdió la batalla en la capital española durante el invierno de 1991. Carmen Luengo, la única mujer que consiguió llevarle al altar, le cuidó hasta el final.

Tras su muerte, los japoneses viajaron hasta Andújar, el pueblo que le vio nacer, y colocaron una estatua en la plaza que lleva su nombre, la Plaza de Rafael Romero.

 

Por Sonia Martín Pérez

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